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En la última década, la conversación sobre salud mental se ha ampliado como nunca antes. En redes sociales, cada vez más personas comparten experiencias vinculadas a la ansiedad, la depresión, los trastornos del ánimo o el trauma. Lo que antes era tema tabú hoy es contenido viral. Y aunque esta apertura puede ser un signo de avance cultural, también trae consigo un nuevo desafío: la sobreexposición a información confusa, fragmentada o directamente incorrecta.

La periodista Christina Caron, desde su columna Psych 101 en The New York Times, se propone un objetivo claro: desmontar ideas erróneas sobre salud mental con información clara, rigurosa y accesible. A partir de su trabajo, proponemos algunas reflexiones útiles para nuestra práctica como profesionales.

El valor de hablar… y el riesgo de simplificar

Que millones de personas hablen abiertamente sobre lo que sienten no es menor. Como señala Caron, muchas personas por primera vez encuentran palabras para describir experiencias que hasta entonces habían vivido en soledad: sensaciones de despersonalización, traumas no elaborados, vínculos familiares enmarañados, entre otros.

Pero esta circulación de saberes, en especial en redes como TikTok o Instagram, suele darse en formatos breves y sin contexto clínico, lo que puede llevar a malentendidos diagnósticos, autodiagnósticos precipitados o incluso medicalización de vivencias esperables.

Como terapeutas, no se trata de desestimar el valor de estos espacios, sino de acompañar críticamente lo que allí circula: qué se dice, cómo se dice y qué efectos produce.

Mitos que se propagan (y que llegan al consultorio)

Desde términos como “TOC relacional” hasta conceptos más difusos como “moral injury” o “trauma complejo”, muchas categorías comienzan a circular fuera del ámbito clínico. Esto puede generar tanto alivio como confusión. Algunas personas sienten por fin que “ponen nombre” a lo que les pasa; otras llegan al consultorio con certezas diagnósticas construidas en redes, que luego necesitan ser exploradas cuidadosamente.

Como terapeutas, podemos habilitar estas conversaciones desde un lugar de curiosidad genuina y rigor clínico. ¿Qué entiende esta persona por “estar disociada”? ¿Dónde lo escuchó por primera vez? ¿Qué implica para ella asumirse como alguien “enredada emocionalmente” con su madre?

¿Cómo nos posicionamos frente a estas nuevas narrativas?

  • Evitando respuestas simplistas: no se trata de confirmar ni de desmentir de forma automática lo que alguien trae, sino de ayudar a complejizarlo desde el marco clínico.
  • Fortaleciendo la alfabetización en salud mental: explicar, compartir lecturas, recomendar recursos confiables puede ser parte del trabajo terapéutico.
  • Preguntándonos también como profesionales: ¿cómo me afecta a mí esta sobreexposición de contenido psicológico en redes? ¿Qué ideas consumo? ¿Cuáles me resultan útiles y cuáles me generan ruido?

Un campo en expansión, pero no exento de tensiones

El crecimiento de la salud mental como tema de interés público nos ofrece una oportunidad valiosa: participar del debate cultural desde nuestra especificidad profesional, sin encerrarnos en el lenguaje técnico pero sin diluir el saber clínico.

Volver a lo fundamental -la escucha, el vínculo, la pregunta bien formulada- es quizá nuestra mejor brújula frente al ruido informativo.

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