¿Qué nos hace felices? Un siglo de investigación psicológica apunta a una respuesta clara
Basado en un artículo original de Susan Dominus para The New York Times (1 de mayo de 2025).
Durante casi un siglo, psicólogos e investigadores han intentado responder una pregunta tan sencilla como compleja: ¿qué nos hace felices? Desde los primeros trabajos sobre bienestar subjetivo hasta la psicología positiva contemporánea, el campo ha oscilado entre teorías biológicas, conductuales y sociales. Sin embargo, una conclusión comienza a sobresalir de forma sostenida entre décadas de datos y miles de participantes: las relaciones interpersonales profundas y sostenidas son el predictor más consistente de una vida feliz y saludable.
El artículo de Susan Dominus en The New York Times (“How Nearly a Century of Happiness Research Led to One Big Finding”) traza este recorrido con claridad, recuperando el trabajo de investigadoras como Sonja Lyubomirsky —referente en el estudio empírico de la felicidad— y de Robert Waldinger, actual director del Estudio de Desarrollo Adulto de Harvard, iniciado en 1938. Lo que emerge de ese entramado de estudios longitudinales, intervenciones breves y nuevas metodologías es una verdad difícil de ignorar: las conexiones sociales de calidad tienen un peso específico en la salud mental y física a lo largo de la vida.
Para quienes trabajamos en salud mental, este hallazgo no es solo interesante, sino clínicamente relevante. La investigación de Lyubomirsky mostró, por ejemplo, que pequeñas intervenciones como actos de gratitud o amabilidad pueden producir aumentos significativos en el bienestar subjetivo. Si bien sus efectos son moderados y de corta duración, lo notable es que se trata de prácticas simples y accesibles. Esto nos invita a reflexionar sobre los recursos que promovemos dentro y fuera de la consulta.
El estudio longitudinal de Harvard, por su parte, nos ofrece una perspectiva única sobre la trayectoria vital. A lo largo de más de 80 años de seguimiento, se observó que la calidad de los vínculos —más que el éxito profesional, la fama o el dinero— fue el mejor predictor de salud y satisfacción en la vejez. Y no se trata simplemente de estar casado o tener amigos, sino de la calidad emocional de esos lazos: relaciones basadas en la confianza, el apoyo mutuo y la intimidad.
Más recientemente, investigaciones como las de Julia Rohrer o Nicholas Epley han aportado datos experimentales sobre cómo incluso interacciones sociales breves pueden elevar el estado de ánimo. Esto desafía la creencia extendida de que socializar con desconocidos es incómodo o innecesario. Al contrario: incluso en esos contactos mínimos se esconde una vía hacia el bienestar.
¿Qué hacemos con este conocimiento en la práctica clínica?
Quizás la pregunta más pertinente no sea “cómo hacer más felices a nuestros pacientes”, sino cómo ayudarlos a construir, sostener y reparar vínculos significativos. En un contexto de creciente individualismo y digitalización de las relaciones, esto no es menor. La soledad se presenta como un factor de riesgo tanto psicológico como físico, y nuestra labor puede orientarse a habilitar espacios de reconexión.
Algunos posibles ejes de intervención:
- Explorar los mapas vinculares en sesión: ¿con quiénes se sienten conectados? ¿Dónde hay distancia o conflicto?
- Favorecer la reconexión emocional en vínculos significativos, incluso a través de tareas entre sesiones.
- Validar el deseo de intimidad como legítimo y saludable, no como signo de dependencia o debilidad.
- Incorporar prácticas breves (gratitud, actos de amabilidad, contacto social deliberado) en contextos terapéuticos o psicoeducativos.
El artículo de The New York Times nos recuerda que, aunque la felicidad no sea un objetivo clínico directo, comprender sus determinantes puede enriquecer nuestro trabajo terapéutico. En última instancia, promover relaciones más sanas y profundas no solo alivia el sufrimiento: puede ser el camino hacia una vida más plena.