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Un psiquiatra recibe la consulta de un paciente con diagnóstico de trastorno bipolar I que ha estado estabilizado con litio durante más de quince años. El tratamiento funcionó bien, hasta que aparece un nuevo problema: hipertiroidismo. En la bibliografía médica hay reportes de casos y estadísticas sobre la frecuencia de esta complicación, pero poca claridad sobre los mecanismos que la explican o las conductas a seguir. ¿Se puede continuar el litio y tratar el hipertiroidismo? ¿O es necesario suspenderlo, con el riesgo de una recaída?

En este tipo de situaciones, la inteligencia artificial puede funcionar como un asistente de búsqueda y síntesis de evidencia. A partir de una consulta bien formulada, el sistema organiza la información disponible en bases de datos médicas y devuelve un panorama de opciones. El profesional, entonces, cuenta con insumos que quizá llevarían días de búsqueda manual y que ahora se concentran en minutos.

El aporte no es menor: cuando la clínica enfrenta dilemas sin respuestas claras, contar con un mapa de lo publicado ayuda a tomar decisiones mejor fundamentadas. Sin embargo, la decisión final sigue estando en manos del terapeuta. La IA no prescribe ni diagnostica; su papel es apoyar con información rigurosa y actualizada, que luego debe ser evaluada con criterio clínico.

Lo interesante es que esta herramienta no solo responde a preguntas específicas, sino que también visibiliza lo que falta: evidencia incompleta, vacíos en la investigación, zonas de incertidumbre. En ese sentido, no promete certezas absolutas, sino que ayuda al profesional a dimensionar los riesgos y a sostener decisiones transitorias en contextos de información parcial.

El riesgo aparece cuando se espera demasiado de la tecnología, como si pudiera resolver en automático lo que en la clínica siempre implica responsabilidad, juicio y experiencia. La IA puede aportar datos, pero no capta la singularidad del paciente ni la complejidad de su historia.

Mirada así, la inteligencia artificial no reemplaza al terapeuta: lo acompaña. Se convierte en un recurso para ampliar horizontes, organizar la información y sostener decisiones mejor informadas. Pero el centro de la práctica clínica sigue siendo humano: la escucha, la relación y la ética que orientan cada intervención.

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