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En los últimos años, hemos visto cómo los diagnósticos de autismo, TDAH, ansiedad y depresión se han multiplicado. Las cifras crecen y muchos se preguntan: ¿estamos frente a una verdadera epidemia de salud mental o simplemente somos más capaces de identificar lo que antes pasaba inadvertido?

La neuróloga Suzanne O’Sullivan, en su libro The Age of Diagnosis, plantea un punto incómodo: tal vez estamos diagnosticando demasiado. Esta “inflación diagnóstica” implica que, en algunos casos, personas que podrían vivir sin intervención médica reciben una etiqueta que cambia cómo se perciben a sí mismas. Incluso, algunos estudios advierten sobre el efecto “iatrogénico”: el diagnóstico puede aumentar la sensación de incapacidad y malestar.

Por otro lado, muchos pacientes sienten alivio y validación al ponerle nombre a lo que viven. Como señala el psiquiatra Allen Frances, gran parte del aumento de diagnósticos de autismo se debe a la ampliación de criterios y no a un incremento real de síntomas. En varios países se observa que, aunque los diagnósticos crecen, la frecuencia de síntomas se mantiene estable.

Entonces, ¿diagnóstico sí o no?
El diagnóstico es una herramienta poderosa, pero no infalible. Permite acceder a tratamiento, orienta la intervención y puede traer alivio. Sin embargo, requiere prudencia: no todo lo que es diferente es patológico, y no toda etiqueta garantiza una mejor calidad de vida.

En salud mental, más que elegir entre sí o no, el desafío es diagnosticar bien: con criterios claros, mirada integral y siempre considerando la singularidad de la persona que tenemos enfrente.

Fuente:
Adaptado del artículo de David Wallace-Wells, “Why Rising Rates of Autism and ADHD Might Be a Good Sign”, publicado en The New York Times el 30 de julio de 2025.

 

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