Por: Dr. Gustavo Carlsson
Hacia un nuevo paradigma en el tratamiento de las conductas autoagresivas
A pesar de los avances en neurociencias, psicofarmacología y psicoterapias, la prevalencia de las conductas suicidas ha aumentado en el mundo occidental. Más allá de los múltiples determinantes del suicidio, el enfoque terapéutico tradicional de estas situaciones influye de modo decisivo en la baja eficacia del tratamiento de estos pacientes.
- Al no discriminarse las distintas conductas dentro del “espectro suicida”, se adoptan protocolos de tratamiento similares para situaciones muy diferentes entre sí.
Hoy denominamos suicidio a las conductas autoagresivas con intencionalidad letal. Estas situaciones son mucho menos frecuentes que las autoagresiones sin intencionalidad suicida (CASIS), y las denominadas autoinjurias no suicidas (Non Suicidal Self Injuries en el DSM 5), para las que se desarrollan hoy diferentes estrategias terapéuticas a las clásicas medidas preventivas.
- Considerar las conductas suicidas primordialmente como un síntoma de un desorden psiquiátrico, en especial trastornos del ánimo (depresión mayor, trastorno bipolar), y trastorno borderline de la personalidad. Se infiere entonces -erróneamente- que tratando esas patologías mejorará o desaparecerá la conducta autoagresiva.
Si bien estos desórdenes deben ser diagnosticados y tratados, no basta con ello, ya que las conductas autoagresivas responden a un modo disfuncional de resolución de problemas, diseñado para regular o eliminar un dolor emocional. De no ser resuelto este “modo de afrontamiento”, las autoagresiones o los intentos suicidas se repetirán.
- Considerar el suicidio como una mera acción (que sería necesario extinguir) y no como el resultado de un proceso dentro del cual dicha acción está incluida.
Se debe focalizar más en modificar dicho proceso que en exclusivamente intentar evitar que la conducta autoagresiva ocurra.
- Considerar al suicidio como predecible, por lo que se establece como objetivo central la evaluación de los factores de riesgo predictores de dicha conducta. En función de ello, de pertenecer el paciente a un grupo de riesgo alto, se adoptan medidas de “prevención”, cuya máxima expresión es la internación.
La muerte por suicidio es imposible de predecir, y focalizar en ello va en detrimento de la construcción de una sólida alianza terapéutica.
- Considerar a la internación como el modo más eficaz para prevenir el suicidio.
La hospitalización tiene que limitarse estrictamente a las indicaciones establecidas para ello, ya que puede no sólo no ser eficaz, sino iatrogénica, en particular para los pacientes con conducta autoagresivas sin intención suicida. Deben ser lo más breves posible, cuidando de no resultar un refuerzo positivo que favorezca la repetición de las autoagresiones no suicidas.
- No contemplar la respuesta emocional del terapeuta (ansiedad, miedo, enojo, indiferencia) y de qué manera incide en las conductas terapéuticas que se adoptan: intervenciones de tipo restrictivo que disminuyen la autonomía, la percepción de control y autoeficacia percibida.
Uno de los factores de riesgo más importantes en suicidio es lo que el terapeuta realiza inadecuadamente producto de su emocionalidad y lectura incorrecta de la situación.
- No trabajar con la red social o familiar.
Una conducta autoagresiva ocurre siempre en un contexto, y la modificación de éste, o la interacción del paciente con su entorno resulta un elemento imprescindible para un enfoque terapéutico eficaz.
- No focalizar en recursos y fortalezas, que suelen quedar minimizados o relegados no sólo por el paciente, sino también por los terapeutas.
Trabajar con los factores resilientes y razones para vivir resulta fundamental para generar una disonancia cognitiva respecto de las razones para morir, enfatizando la autonomía y responsabilidad del paciente respecto de la conducta autoagresiva.